La película de terror narco que azota a la ciudad de Rosario provocó reacciones de las más diversas en la política argentina, en una gráfica señal de que el drama ya excedió largamente los límites de la provincia de Santa Fe, algo que parece una obviedad pero en la práctica no necesariamente lo es.

El gesto de la totalidad de gobernadores y el jefe de gobierno porteño de respaldar a su colega Maximiliano Pullaro, que se tradujo en un comunicado conjunto con tono de advertencia a la gestión nacional, tuvo también un correlato concreto en hechos inéditos. El más sonoro, quizás, es la decisión de Axel Kicillof de enviar vehículos, drones y 400 policías bonaerenses de fuerzas especiales para reforzar el dispositivo de seguridad en Rosario.

No son novedad, a esta altura del partido, los vasos comunicantes entre los gobernadores de Santa Fe, Buenos Aires y Córdoba, todos ellos con muy diferentes perfiles y extracciones políticas. No los une el amor sino el espanto, se podrá decir con razón, pero una cosa no quita la otra. Es la necesidad insalvable de establecer autodefensas comunes, no sólo frente a la violencia criminal sino también ante las diarias agresiones que se disparan desde la Casa Rosada. Esa es la foto de hoy, al menos.

Es en este sangriento contexto donde resurge, previsiblemente, la idea de incorporar a las Fuerzas Armadas al combate contra lo que, de manera unánime, se considera narcoterrorismo. El planteo se originó en el gobierno nacional, de la mano del propio presidente Javier Milei y su rimbombante ministra Patricia Bullrich, pero recogió con rapidez un apoyo transversal, comenzando por el propio Pullaro.

El obstáculo más visible para ejecutar esa arriesgada movida es la legislación vigente, por supuesto, que lo impide. Pero también hay otro que no se observa fácilmente en la superficie: la resistencia de los propios militares. El que se quema con leche, ve una vaca y llora.

Al respecto, la semana pasada escribió Joaquín Morales Solá en La Nación: “Milei fue ayer más allá de lo que existe cuando anunció que modificará la ley de Seguridad Interior, que le prohíbe a las Fuerzas Armadas incursionar en cuestiones internas del país. Su confusión intelectual es tan grande que ignora la histórica posición de los jefes militares, renuentes a formar parte de la batalla contra el narcotráfico. Algunos se oponen porque sospechan que los militares podrían mancharse fácilmente con la corrupción del narcotráfico, que tiene una enorme capacidad económica para corromper. Al exjefe del Ejército Martín Balza se le atribuye una frase que expone ese temor: ‘No hay general que resista el cañonazo de un millón de dólares’, dicen que dijo. Un millón de dólares no es nada para el negocio de trasegar drogas. Otros se oponen porque consideran simplemente que los militares no saben hacer eso. Los militares están preparados para matar en una guerra, no para reprimir un delito. Esa es la síntesis de tal idea”. Cosa de zurdos.

Aún dejando de lado esas razonables prevenciones, la discusión tal vez debería girar en torno a cuál sería, teóricamente, el rol de las Fuerzas Armadas en materia de seguridad interior. ¿Se transformarían, sin más, en otra policía? ¿Se dedicarían a la represión de algún delito en particular o de todos? ¿Deberían oficiales y soldados ser capacitados para desempeñar esa función o se los largaría a la calle sin trámite previo? ¿Con qué recursos económicos y logísticos?

Hasta ahora, la hipótesis no pasó de alimento para medios y redes sociales. El show del horror no se tomó un descanso en estas trágicas jornadas, más bien lo contrario. El carancheo político y la agitación morbosa estuvieron, penosamente, a la orden del día. El circo romano exige sangre y sangre tendrá. Ni vale la pena detenerse en ejemplos.

Sí es necesario señalar un episodio vinculado lateralmente a este asunto. El periodista Pablo de León publicó días atrás en Clarín que el ministro de Seguridad del hipermencionado Nayib Bukele se comunicó con su par argentina para calificar de “error gravísimo” a la ya famosa foto a la salvadoreña de los presos santafesinos. El origen de esa información es indudablemente bullrichista. El gobierno provincial, por su parte, dejó trascender su fastidio por la espectacularización de la llegada de fuerzas federales. Esa tensión sí se deja ver.

En paralelo, ocurrió en el mundo político un hecho de singular trascendencia: el mega DNU Nº 70 fue rechazado por goleada, 42 a 25, en el Senado de la Nación. Semejante paliza es en mayor medida, sino totalmente, atribuible a presidente y su círculo íntimo. Por la cloaca diaria que hace erupción sobre legisladores y gobernadores, desde ya. Pero también por una abrumadora impericia política, a esta altura preocupante en extremo. Aún si se quiere empujar a patadas en el trasero a alquien, lo mínimo necesario es tener puntería.

Los insultos cotidianos no impiden que una franja importante de la oposición unilateralmente amigable siga mostrándose deseosa de colaborar. Así lo revela con nitidez el comunicado de gobernadores y presidentes de bloque de la UCR, difundido al día después de la sesión en el Senado, en el que instan a respaldar el polemiquísimo decreto libertario. La interna radical lo explica en parte, por algo Pullaro no firmó. La existencia de un electorado en común, abiertamente antikirchnerista, asoma asimismo como un argumento sólido.

Mientras tanto, la motosierra y la licuadora del Toto de la Champions siguen haciendo de las suyas. Y no sólo por la desesperante pérdida del poder adquisitivo de la enorme mayoría de la población, sino también porque el ajuste deriva en una sucesión interminable de paros –ciertamente justificados- en prácticamente todos los servicios públicos. Una prueba de fuego para la salud mental colectiva.

En esta patria de lo inaccesible, parecería haber lugar apenas para la crueldad. ¿Amanecerá en algún momento la esperanza? En un recordado cruce televisivo en el año 2000, en medio de (otra) crisis terminal, el intelectual de izquierda David Viñas le espetó a la entonces senadora Cristina Fernández de Kirchner: “Usted es un poco panglosiana, tiene un optimismo que me desborda”. La contestación: “Tengo la obligación de ser optimista porque soy una militante política”.

A quien escribe esta interminable columna no le da la talla ni como intelectual ni como militante político, pero igual hace infinitos votos para que la tormenta en algún momento cese. Para que la alegría que hemos olvidado, más temprano que tarde, vuelva por los huesos a subir.