Existe en la Revolución Liberal que comanda el presidente Javier Milei un recurso retórico, tan persistente como rústico, para justificar el atroz ataque con licuadora y motosierra contra la mayor parte de la sociedad argentina: los niños pobres.

Así es como desde las empresas públicas hasta los recitales de Lali Espósito merecen ser aniquilados por tratarse de presuntos privilegios de la casta, todo ello en un invisible favor hacia los nenes del Chaco que pagan el IVA de los fideos y no les alcanza para comer. Desmontar este argumento sólo exige un rápido relojeo por el deterioro impactante del nivel de vida de las mayorías populares, que si bien se ejecuta desde hace años, desde diciembre hasta aquí ha mostrado una aceleración pasmosa.

Se trata, en definitiva, de un blablerío que solamente puede sostenerse en una montaña de prejuicios sociales, similar –aunque parezca contradictorio- a la idea inscripta a fuego en la Pampa Húmeda de que acá estamos los que trabajamos y producimos para mantener a los vagos del conurbano bonaerense. Cuando santafesinos y cordobeses (et al) nos enteremos de que en el Gran Buenos Aires está el principal entramado industrial de la Argentina nos caemos de espaldas, por decirlo de un modo no grosero.

Nada nuevo bajo el sol, si se recuerda una famosa consigna de Carlos Saúl Menem, el ex presidente a quien su actual sucesor pretende toscamente emular. En la campaña electoral de 1989, que lo depositó en la Casa Rosada, el riojano prometió gobernar “para los niños pobres que tienen hambre y para los niños ricos que tienen tristeza”. Ya se sabe lo que ocurrió después.

Milei, en este caso, omite el segundo tramo del slogan menemista pero lo practica en los hechos. En las últimas horas anunció que habrá “un mecanismo de asistencia” a “la clase media” para que las familias puedan seguir pagando la cuota de los colegios privados porque una caída en la educación pública sería “no sólo traumatizante para los padres, también para los chicos”.

Se podrá decir, con toda la razón del mundo, que efectivamente la educación arancelada ya no es patrimonio exclusivo de los ricos. De hecho, la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner expuso en las conclusiones de su reciente documento político que “levantar la escuela pública de la que somos hijos significa pensar cuál es la razón entonces por la que parte de los sectores medios y medios bajos hacen un esfuerzo para enviar a sus hijos a escuelas de gestión privada para que tengan clases todos los días”.

Ahora bien, todo eso no equivale en modo alguno a concluir que las familias de alto poder adquisitivo quedan excluidas de la ayuda pública, que por otra parte es de una magnitud monumental. En la provincia de Santa Fe, para poner un ejemplo propio, el presupuesto prevé destinar en 2024 la friolera de 177 mil millones de pesos, monto en el que están incluidos los colegios más pitucos de la ciudad capital, a los cuales el Estado les paga la planilla salarial docente completa. Al menos por este motivo, los (padres de los) niños ricos no tienen tristeza.

Para los otros, para los niños pobres que tienen hambre, morir carbonizado en un robo de cables de la luz no es un destino improbable, como se vio días atrás en Rosario. Todo acompañado por el festejo rabioso de gente presumiblemente buena, signo propio de un tiempo cuya crueldad será difícil empatar.