La Cámara de Casación Penal confirmó la semana que terminó ayer que el Poder Judicial no sólo es una pesadilla para la gente de a pie que tiene que transitar por sus pasillos sino que también es una afrenta a la más mínima noción del Estado de derecho cuando se discute el poder. No se enumerará aquí la multitud de irregularidades de la llamada Causa Vialidad, en la cual se ratificó la condena a Cristina Fernández de Kirchner, porque sería redondamente inútil, en tanto es un fallo cocinado al calor de cualquier cosa menos el apego al debido proceso.

Eso en modo alguno significa asignarle santidad a la ex presidenta y al otrora próspero empresario Lázaro Báez. Lo que resulta comiquísimo es que se pretenda que la corrupción con la obra pública se inició con el kirchnerismo. Que los cultores de esa peregrina hipótesis sean integrantes de una fuerza política liderada por una persona de apellido Macri torna desopilante todo el asunto.

Cuando el presidente Javier Milei califica al gremio de los empresarios de la construcción como “Cámara Argentina de la Corrupción” no le erra por mucho. De allí a eliminar por ese motivo la obra pública es un disparate de los tantos que se naturalizaron en la Argentina libertaria. ¿O acaso porque haya policías narcos a alguien se le ocurriría disolver a las fuerzas de seguridad?

Ya que se suele revolear la palabra sinceramiento para justificar todo tipo de masacres al bolsillo ciudadano, bien podría aplicarse para explicar sin chamuyo el funcionamiento de la mal llamada Justicia y terminar con los insufribles sermones sobre la independencia y demás leyendas. Básicamente, el Poder Ejecutivo envía pliegos de jueces y fiscales para lograr su aprobación por el Poder Legislativo. Para ello son usualmente necesarios acuerdos políticos. Fin.

No debería escandalizar a nadie. Los protagonistas de esas transacciones llegaron a ese lugar de interlocución por el voto popular. Negocian, intercambian figuritas, alcanzan coincidencias. El peligro no está mayormente en ese trajín sino en la influencia de los poderes extrademocráticos, como quedó evidenciado en el affaire Lago Escondido.

En la provincia de Santa Fe hubo en los últimos días una muestra cabal del mecanismo de diseño del Poder Judicial. El oficialismo, con número propio en la Cámara de Diputados, logró aprobar la reforma de la Corte Suprema. Consiguió también el respaldo parcial del perottismo y el Frente Amplio por la Soberanía. Para llegar a ese resultado hubo negociaciones políticas. ¿Qué tiene de malo? Nada, así funciona.

No tiene ni una pizca de novedoso, por otra parte. ¿O acaso la actual composición del máximo tribunal santafesino no fue producto de un acuerdo político entre Carlos Reutemann y Horacio Usandizaga? ¿O acaso varios de los fiscales del MPA no llegaron a sus puestos por el Alcoyana-Alcoyana entre el Frente Progresista y los senadores peronistas liderados por Armando Traferri? Vamos, que somos grandes.

El quid de la cuestión no es la incumbencia política en la Justicia sino los resultados que producen las diferentes ingenierías institucionales. Y allí es donde el terreno se pone brutalmente resbaloso. Porque el servicio judicial, como ya se dijo, es una tragedia para el hombre que está solo y espera añares que esos funcionarios que ganan millones y no pagan impuesto a las Ganancias se dignen a resolver su caso.

Cuando, además, esa opaca maquinaria se dedica a la persecución política, ninguna buena noticia puede haber en el horizonte.