La hegemonía del disparate en la palabra política argentina
El terraplanismo discursivo, omnipresente en la cenagosa discusión de la Ley Bases. Legisladores santafesinos libertarios, meritócratas de la extravagancia argumental. La ignorancia como portaestandarte, para ruborización de los viejos liberales. Algunos datos duros, que a nadie le importan.
El penosísimo tratamiento parlamentario de la (ex) ley ómnibus, o pomposamente titulada “Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos”, ofreció otra vez el espectáculo del recurso preferido del oficialismo y afines para dar una pelea política: llevar el debate al terreno del más completo absurdo.
Se podrá decir, no sin razón, que es un sendero discursivo poco novedoso a escala planetaria. Que la ultraderecha lo transita desde hace añares en todo el mundo. Que ya lo hicieron Trump, Bolsonario, et al. Que es efectivamente exitoso en los términos que se propone. Todo cierto, lo cual no impide que resulte sobrecogedora la vibrante competencia por quién dice el disparate más grande.
Los diputados nacionales santafesinos de La Libertad Avanza se mostraron entusiastas abanderados de la causa del cualquierismo parlante. Nicolás Mayoraz, ex abogado de sindicatos devenido libertario, proclamó a viva voz en el Congreso que Javier Milei fue el presidente más votado de la historia.
Esa afirmación no es de su autoría, se viene repitiendo insistentemente desde el ballotage. El argumento consiste en contar la cantidad de votos y no los porcentajes. Con ese particularísimo criterio, Hipólito Irigoyen habría sido un mandatario de legitimidad casi inexistente porque sólo obtuvo poco más de 340 mil voluntades. El detalle es que la Argentina en 1916 tenía una población cinco veces menor, el sufragio femenino estaba aún lejos de existir y el voto joven no estaba ni en el registro de la ciencia ficción. ¿Es obvio que se están comparando peras con manzanas? Parece que no.
No le fue en zaga la lideresa de las fuerzas del cielo en la otrora Invencible, Romina Diez. En su encendida alocución en defensa de las privatizaciones, aseveró que “una empresa no puede ni debería ser publica por la siguiente razón: a las empresas la manejan empresarios”. Es como decir que el Senado debe ser integrado por gente que gusta de las cenas y el Concejo por aquellos que son buenos en el oficio de dar consejos, salvando las diferencias ortográficas.
Valgan un par de ejemplos para dimensionar el tamaño del dislate. La tercera empresa más grande del mundo, primera en su rubro, es la petrolera estatal Saudí Aramco. Otra más pequeña de la misma actividad y asimismo propiedad pública, la noruega Equinor, se apresta a iniciar en apenas un par de meses la perforación del pozo exploratorio Argerich, a la altura de Mar del Plata. Lo hará en sociedad con la privada Shell y la nacional YPF, calificada por la legisladora mileísta como “aguantadero de militantes”.
Existe, es evidente, una suerte de instauración planificada del terraplanismo discursivo en la política nacional para impedir siquiera un atisbo de debate. Pero también hay una ignorancia orgullosa muy propia del actual clima de época. “Que alguien me diga qué carajo es Dioxitec”, le espetó el diputado nacional del PRO, Damián Arabia, al periodista Reynaldo Sietecase en una entrevista radial. Hay que agradecerle, en este caso, al legislador: un buen número de argentinos y argentinas se enteró por él que su malhadado país tiene la capacidad de fabricar combustible para centrales nucleares.
Causa cierta (fugaz) ternura observar a los liberales tradicionales, herederos materiales o simbólicos de la vieja oligarquía terrateniente que construyó la París de Sudamérica, hacer piruetas para soportar la grosería constante de hecho y palabra de los libertarios. Escribió un azorado Joaquín Morales Solá hace un par de semanas en La Nación: “El Fondo (Nacional de las Artes, masacrado en el proyecto motosierra original) significa casi nada en el presupuesto nacional y fue presidido durante muchos años por la empresaria y filántropa Amalia Fortabat. La señora de Fortabat fue, precisamente, quien compró con su propio dinero la que fue la casa de Victoria Ocampo en Barrio Parque, un diseño racionalista del célebre arquitecto Bustillo, y la donó al Fondo”. Mi vida.
Extravagante laberinto en el que se encuentra la Argentina, del cual se debería salir por arriba, como instruía Leopoldo Marechal. Para eso se debería poder ver el cielo y aún no escampó.