Asentamientos en reservorios: vivir entre amenazas, basura y humedad
Tres vecinas que se asentaron entre el fin de calle Estrada y la circunvalación oeste cuentan por qué las vicisitudes diarias no dan lugar para pensar en una posible emigración por las lluvias del Niño. Señalan la falta de empatía estatal y vecinal como dos grandes trabas para salir adelante.
Sobre Estrada —última calle frente al terraplén que divide a la ciudad del río Salado, a la altura de Iturraspe— se levanta una colorida serie de casitas municipales con miras a circunvalación oeste. Son pintorescas y algunos de sus frentes están algo desgastados por el tiempo.
Debería ser el último cinturón habitable. Sin embargo, basta con caminar unos pocos metros cruzando Estrada para chocarse con una empinada caída (no muy alta) que deriva en un reservorio que se extiende hasta las márgenes del Salado.
Una de las tantas “zonas inundables” de nuestra ciudad que se encuentran habitadas por centenares de personas sin hogar.
Para quienes viven allí, las lluvias que El Niño promete suponen un dolor de cabeza demasiado lejano en comparación a los que el agua les propicia en la actualidad.
Gisela Martínez abre las puertas de su rancho para mostrar por qué la humedad ocupa gran parte de sus lamentos.
Dentro de un terreno cuadrado delimitado por cañas, su casa tiene poco más de cuatro metros cuadrados. Su interior es un espacio dividido en tres: la cocina-comedor y dos piezas, una para ella y otra para su hija que padece neumonía.
—Vivo acá hace dos años y ya ven cómo está. Nos las pasamos sacando agua. Adentro es una humedad impresionante. Las alfombras no pueden con todo.
Se refiere a los grandes tapetes que pone sobre el suelo para que chupe el agua que drena del piso de tierra: “Por las mañanas las sacamos al sol pero no alcanza”, explica.
Es oriunda de Villa Gobernador Gálvez y afirma haber sido abandonada por las asistentes sociales que la acompañaban en un caso de violencia de género.
—Me trajeron a un centro de Santa Fe pero después ya no tuve dónde vivir—, afirma sobre las razones que la llevaron a asentarse sobre un colchón de tierra y agua.
“Se comen el abuso con quienes no tenemos dónde vivir”
Así y todo, para muchas familias es un privilegio el levantar sus chapas sobre la porción de tierra menos habitable que uno pueda imaginarse.
—Hasta hace poco vivía acá. Habré estado cinco meses y después me tuve que ir. Me acobardaron tanto entre quienes vinieron a pedirme plata. Son varias personas las que se disputan los terrenos unos a otros. Entonces te reclaman varios y se comen el abuso con quienes no tenemos dónde vivir—, dice Carina Revello, recientemente mudada “unas cuadras más allá” junto a su hermana.
La secuencia refiere a un modus operandi bastante común en las zonas de asentamientos. Se trata de personas anónimas que sin más certificados que el de la violencia prometida se adjudican la propiedad de terrenos fiscales o abandonados que están a las márgenes de la ciudad y comienzan a ser ocupados.
Como suelen ser varias las personas que se las disputan, con el paso del tiempo, quienes necesitan asentarse deben someterse a los conflictos interpersonales de teceros. También pagar el cánon varias veces para no ser desalojadas. Le sucedió a Carina.
—Ese ranchito lo compré en 60 mil pesos —cuenta por su parte Gisela Martínez—. Vivimos acá porque no teníamos dónde parar. Para usar o sacar tierra la tenés que pagar.
Gisela añade además otro problema: los “vecinos del frente” (los ubicados sobre calle Estrada) que se encuentran molestos por el crecimiento del asentamiento y se resisten a que las personas se ubiquen un poco más cerca de la calle, donde está más alto y no se sufriría tanto por el agua que drena.
—Los vecinos del frente no nos dejan subir los ranchitos. Los que tienen casa no quieren que subamos. Te venden el terreno. Venís, plantás y te aparecen varios dueños. Y tenés que comprarle a uno para que te dejen tranquilo, sino te corren. Da mucha impotencia porque lo poco que tenés el agua te lo rompe—, cuenta Gisela.
Igual sentir refleja Victoria Martínez, también vecina y que comparte rancho junto a su marido y un hijo con “tiroides y problemas respiratorios”.
Dice estar desilusionada por la falta de respuesta estatal, pero también por la de sus vecinos:
—Hace varios años que vivo acá. Estuve unos metros más allá pero tuve problemas personales con un un par de pibes y me vine. Cuando se inunda nos quedamos en el rancho, porque si nos vamos nos roban todo. No se puede confiar en los vecinos, te roban igual.
No obstante, aclara que comparte espacio y hasta manguera con otras compañeras en su misma situación.
—El agua lo lleno con la manguera, una vecina tiene hecha la conexión y me pasa. Acá me hablo con todos, pero todos chorean. El problema es que todos los jóvenes están en la droga. Hay pibes de hasta 12 años metidos. La pipa te arruina. Queman la alita (un derivado de la cocaína) en una cuchara y la fuman—, cuenta sobre la situación de la decena (¿centena?) de chicos que allí viven.
—Este es el espacio donde juegan los chicos —añade un vecino que prefiere el anonimato y abarca con su dedo índice una amplia extensión de tierra salpicada de basura, mucha basura—. Antes lo mandábamos a la plaza pero por la inseguridad ya nos lo dejamos. Acá se la pasan nuestros chicos.
Son las 12 de un mediodía de jueves y agosto avanza tranquilamente en el reservorio de Barranquitas. Metros más allá y a la vera de una canaleta tapada de residuos un pibe de no menos de seis y no más de nueve años juega sentado. Se divierte con algo entre manos, quizá algún elemento plástico recogido del suelo.
Y aunque se adelantó un poco el verano, aún no hace tanto calor y por ende no hay tanto olor nauseabundo en el ambiente.
—Todavía…—, comenta entre risas nuestro anónimo vecino.