Del crimen pasional al femicidio
Una selección aleatoria de femicidios de fines de los años 20 y principios de los 30 del siglo pasado pueden ayudarnos a pensar cuántas menos somos pero también cuán profundo (o no) es el cambio cultural que el grito de #NiUnaMenos nos deja.
Los crímenes hacia las mujeres por serlo son una constante en la historia de la humanidad. Con pasmosa naturalidad han formado parte de la vida en todas sus expresiones. El periodismo es sólo una de ellas.
Hace cien años que un hombre matara a una esposa o novia provocaba una indignación no exenta de atenuantes. Un diario popular como el Santa Fe, sensacionalista como El Orden o serio como El Litoral no dudaban en encontrar algún paliativo para crímenes horrendos. La “pasión”, si no justificaba, atenuaba responsabilidades. Algo cambió, pero no tanto.
Una selección aleatoria de femicidios cometidos en la ciudad de Santa Fe entre fines de la década del 20 y principios de la década del 30 puede servir para pensar en las palabras publicables ayer e impublicables hoy y preguntarnos cuánto subsiste y cuánto cambió más allá de la letra impresa.
El estilo para la crónica policial, especialmente en El Orden, tiene la marca de la literatura. Quien escribe desarrolla los hechos sin la asepsia que fue marca del periodismo años después. No se buscaba en los años 30 demostrar apego a los hechos a través de la “objetividad”. Leemos entonces descripciones y diálogos que difícilmente provengan de testigos. La crónica policial de esos años es un género interesante en los periódicos santafesinos: además del lenguaje y la prosa, una división de la ciudad en zonas, un empuje del “hampa” hacia el oeste, estigmas que persisten en el tiempo.
En el caso de los femicidios que traemos encontramos también una partición clasista. Sólo uno entre muchos de los publicados es cometido por un asiduo visitante a las páginas sociales. Se verá un tratamiento diferencial.
Mujeres buscándose la muerte
El primer caso es de 1928 y la crónica fue publicada por el diario El Orden. Los protagonistas son Enrique Montana y Delia Mocchinti, novios desde niños. Con un estilo novelado, el diario relata que ambos querían casarse pese a la oposición de la familia de Delia, por lo que ella debido a su edad recurrió al Defensor de Menores y consiguió autorización. Pero poco después desistió. “Rudo fue el golpe para Montana, pero quería de verdad a Delia y volvió a sitiarla de amor”, dice El Orden. Se produjeron algunas entrevistas hasta que llegó la última: ante una nueva negativa a volver a ser pareja Enrique gritó: “¡No serás mía, pero tampoco de nadie!”
El hombre no dio en el blanco con los dos primeros disparos; el tercero la hirió en la clavícula. Un cuarto disparo tampoco la alcanzó pero estando Delia desmayada, se disparó en la sien, volvió a fallar y tomó un veneno que llevaba encima.
La escena es descrita como grave e impresionante, de amor y de sangre. La nota culmina, aunque estaba claro que Delia ya no estaba enamorada: “Ahora el sumario policial cerrará el más doloroso episodio de la vida de dos jóvenes enamorados, a quienes la muerte les hizo traición”.
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El viernes 21 de febrero de 1930 un hombre (Juan Retamero según El Litoral, Juan Retamer, según El Orden) mató a su esposa (Teresa Lentch según el vespertino, Lench según el matutino).
En barrio Barranquitas, vivían Juan, de 33 años y Teresa, de 43. Además de su hogar, funcionaba allí un almacén y despacho de bebidas. Aquella noche, marcaba El Litoral, alrededor de las 20 horas, “una victrola dejaba escapar las notas de un disco de actualidad. Varios clientes se habían dado cita, y entre copa y copa, festejaban el rato de tertulia que transcurría. Los clientes eran atendidos por la señora de Retamero, cosa esta que mucho agradaba a los parroquianos”.
El Orden agrega que la mujer atendía “con particular entusiasmo” a un cabo de la banda de música del Regimiento 12 de Infantería. “Esto llegó a fundar ciertas sospechas sobre las relaciones de aquel hombre con su esposa”, por lo que Juan “pretendió en varias ocasiones sorprender a los amantes pero fue vencido en sus propósitos por la perspicacia de su mujer”.
La situación, consigna el matutino, provocó varias discusiones e incluso algún “castigo” de él hacia ella.
Pero aquel jueves, a las 23.30, el almacén se vació y muy rápidamente, los vecinos sintieron gritos de auxilio. Luego, se apagó la luz.
Según El Litoral, el casillero del Ferrocarril Santa Fe dio cuenta del altercado a la policía. Cuando los agentes llegaron, un hermano de Retamer/o aseguró que el matrimonio se había ido a dormir. El comisario Barrios, luego de insistir llamando a la puerta, ordenó dejar una consigna en la vivienda, para detener al hombre apenas saliese. En El Orden, esta situación provocó un airado artículo titulado La policía pudo evitar el brutal asesinato con solo intervenir oportunamente. Destacó el diario que el comisario “se mandó mudar”, mientras que “la infeliz mujer era asesinada a puñetazos en una forma salvaje, en medio de atroces sufrimientos, y pidiendo inútilmente que la socorrieran y salvaran de aquel martirio”.
Es que dentro de la casa Juan, alcoholizado, mataba a Teresa a golpes y puntapiés. Pero la policía sólo lo supo cuando despuntaba el día: a las 6.55 Juan salió de la vivienda, fue apresado y conducido a la comisaría. Recién allí confesó haber matado “por un asunto íntimo”. Y sólo allí la policía volvió a la casa, ingresó y se encontró con Teresa, en medio de un charco de sangre a un costado de la cama.
El asesino, dijo El Litoral, estaba convencido de que su mujer lo engañaba. “Posiblemente los celos le hacían ver cosas que no ocurrían, aunque también se le adjudica a la víctima una serie de antecedentes dudosos”, esclarecía el diario. El título de El Orden habla por sí mismo: Como en el drama de los Borgia una mujer adúltera purgó con el tributo de su existencia la traición hecha al marido.
Califica a Retamero de “hiena”: “Este hombre que mató a puñetazos a su compañera infiel, no es un hombre. Es una hiena”. Y sobre Teresa: “Pecadora como aquella Magdalena a quien perdonó Jesús, Teresa Lentch ha purgado para siempre su delito con el tributo inestimable de su vida. Murió por su propia pasión... La mancha del honor ha quedado definitivamente lavada. El bestia debe estar satisfecho de su gesto”.
Ninguno de los dos diarios justifica, a esas alturas del siglo, el asesinato de la mujer. Sin embargo poco y nada sabemos de ella, sólo que probablemente –sólo probablemente– era adúltera.
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El asesinato de Ramona de Fernández en 1933 a manos de su marido y ante la mirada aterrada de sus pequeños hijos conmovió a la ciudad.
El diario Santa Fe tituló en aquel agosto: “A HACHAZOS una mujer fue brutalmente asesinada por su marido. Después el criminal se degolló con una navaja de afeitar. La mujer, con la cabeza destrozada, murió en el acto. No murió él, pero se halla hospitalizado en grave estado. ‘Me quería abandonar con los chicos, por eso la maté’”.
Ramona y Santiago se habían casado hacía 12 años. Ella tenía 14, él 28. Siete hijos habían nacido del matrimonio, pero sólo dos habían sobrevivido.
El relato del crimen lo realizó el propio Santiago Fernández, a partir de lo cual el diario Santa Fe reconstruyó los hechos. La crónica se inicia señalando que Fernández había descubierto que su esposa lo engañaba. Cuando la confrontó, ella “haciendo gala de impudor —dice Fernández— le dijo que ya estaba cansada de él y que tenía relaciones con otro”. “Ante la certidumbre de que mi mujer me engañaba, que me lo confesaba sin recelo y que iba a abandonarme con los chicos, resolví matarla, por mala y descorazonada”, confesó.
Pero el diario descreía: “¿Es verdad lo que cuenta Fernández? ¿O sólo quiere justificar en cierto modo su crimen y procura así atenuar su culpa?”
Con un hacha mató a la esposa mientras dormía. Un amigo le había dicho que ella lo engañaba con un verdulero del barrio titula El Orden en su portada, con fotos del todo desagradables pero permitidas entonces. Con algunas discrepancias menores en los hechos, la reflexión del matutino es que los protagonistas siempre habían sido personas tranquilas y que Fernández era un ciudadano ejemplar.
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Este caso es diferente por la posición social del femicida y por el cuidado con que los medios abordan los crímenes.
En julio de 1936 el conocido médico Domingo Esquivel, de 36 años, llevaba dos años casado con Gladis Filiberti, 12 años menor. La pareja había sido protagonista de las páginas sociales de El Litoral. Una foto de su casamiento lo atestigua.
El matrimonio no prosperó y con excesivo celo y muchos circunloquios el vespertino dice que todo Santa Fe sabía de ello. Y es sólo por eso y porque tiene relación con los crímenes, que se ve obligado a “descorrer el velo de un hecho íntimo y secreto”. Fueron los tribunales, relata, los que allanaron los obstáculos que impedían el casamiento y una vez producido, rápidamente “todo Santa Fe” supo que había desavenencias que desembocaron en una crisis violenta y separación. Hubo gestiones de amigos, hubo reconciliación, nueva luna de miel y finalmente una demanda de divorcio por parte de la señora de Esquivel por culpa de su esposo. Las audiencias de conciliación exacerbaron más los ánimos. “Nos consta, como consta a toda la ciudad, que la situación llegó en algunas oportunidades a ser en extremo violenta y que el espíritu de los protagonistas del suceso estaba ganado por la exasperación”, asegura El Litoral.
El Orden indica que la separación deprimió al médico, que buscó la forma de encontrarse con su todavía esposa. Lo logró el 7 de julio, a las 14 horas. Gladis y su madre, María Sánchez Alberdi de Filiberti, transitaban en el centro por calle San Jerónimo, y al llegar a la tienda “Los dos mellizos”, ambas entraron.
Las siguió, ingresó a la tienda y comenzó a hablar en voz baja con ellas. Luego, enardecido, desenfundó su pistola. En esos momentos estaban en el local cuatro clientas, tres empleados y el matrimonio propietario. Domingo Esquivel descargó al menos tres disparos sobre cada una de ellas. Algún testigo, sin embargo, creyó oír más.
Luego de eso, entró el chofer, se acercó a Esquivel y le dijo: “Venga conmigo doctor”. Salieron y subieron al automóvil. Luego de consultar con su abogado, se entregó.
Cuando la policía terminó la revisión de los cadáveres, el juez dispuso que fueran trasladados a la comisaría 2ª. Se decidió hacerlo en el carro de bomberos que se utilizaba habitualmente para el transporte de residuos. El público, agolpado en el lugar, protestó hasta que llegó una ambulancia.
El proceso llevó cinco años. En primera instancia, Esquivel fue condenado a cadena perpetua. Sin embargo, el doctor Miguel Ángel Cello, su defensor, logró en la apelación revocar la sentencia y que el doctor Esquivel fuera recluido “en un manicomio”. El hombre había matado dos veces en un rapto de "alienación mental".
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El 1938 El Orden encabeza su página policial con: Los celos y el desasosiego producido por cuestiones íntimas, indujeron a un hombre a matar a su compañera. Y en la bajada: La doble tragedia del homicida.
Luis Gómez, 21 años, convivía con Catalina Niz, de 32. Según el diario de la mañana distintos factores habían contribuido a provocar “un estado de ánimo especial” en el espíritu del homicida. Los vecinos informaron de varias peleas debidas, según El Orden, al “pésimo comportamiento de ella que, aparte de beber en forma exagerada todos los días, no guardaba fidelidad a su compañero”.
Él, en cambio, era algo “apocado”, pero se había “encariñado” con su compañera. Salía a pescar, luego vendía el producto de su trabajo y llevaba el dinero a su casa. Y al llegar, ella estaba “doblegada por la borrachera de vino”, acostada en la cama o tirada en el suelo.
“Quizá la hubiera perdonado y consentido tal vez el vicio, ante la esperanza de poder corregirla. Pero su espíritu comenzó a turbarse, hasta preocuparse, ante algunos informes que personas de su intimidad le dieran, acerca de la infidelidad de su concubina”, continúa.
La noche del femicidio, al llegar cansado y sudoroso a su hogar, volvió a encontrar a Catalina bebiendo. “Todas las angustias interiores sufridas durante dos meses –la bebida, los celos– despertáronse en él. Su carácter, por lo general apacible y sereno, tornóse áspero, violento y agresivo. La mujer dirigióle los peores insultos y siguió rasguñándole, golpeándole con los puños”. Tomó un cortaplumas y lo enterró en el cuerpo de la mujer cuatro veces. Ella falleció rápidamente. Él, se entregó a la policía.
Concluye El Orden: “Una prueba concluyente de la absoluta falta de responsabilidad y perspicacia natural, es que cuando el juez instructor lo interrogó, ni siquiera adujo, como atenuante, la agresión de que había sido víctima por parte de la víctima, la lucha que había tenido con ésta y las cuestiones íntimas que habían dado origen al drama”.
Luis Gómez no le dijo al juez que Catalina Niz andaba buscándose la muerte.
Las pasiones detrás de los crímenes
Hace cinco minutos nada más titular “crimen pasional” era parte de la normalidad. Hoy, al menos, hace ruido esa frase, hace ruido cuando un artículo cuestiona a la víctima, cuando se hace una autopsia de sus redes sociales para encontrar la foto, la palabra, el escote o la sonrisa que pueda evidenciar que de algún modo se estaba haciendo la encontradiza con la muerte.
Hace ruido pero no alcanza.
Fueron varias las trabajadoras de prensa que en la zona disputaron con jefes y compañeros el sentido de los contenidos de los medios hasta lograr que haga ruido escribir “crimen pasional”. Bravo por ellas.
Pero hay signos de alarma por todos lados y la corrección política puede engañarnos.
#NiUnaMenos siempre será un grito que sacude a quienes no encuentran nunca, jamás, de ninguna manera excusa alguna para un femicidio. Ojalá para el resto no se transforme en una efeméride.