El Diego, nuestro poema nacional
Un poeta deportivo, un poeta maldito para los puristas y bendito para los que creemos que somos obra y gracia del alfarero celestial, ahí donde el barro da lugar a lo sobrenatural y en su choque con el cemento aún pueden nacer rosas.
Por Bárbara Pistoia
1- Lo que el Martín Fierro nos dejó
"Creo mucho más en la humildad y en la sinceridad del provinciano que en la pavada del porteño, el porteño que le dice cabecita negra al provinciano, tratándolo con mucha soberbia."
Diego Maradona
"A los blancos hizo Dios, / a los mulatos San Pedro, / a los negros hizo el diablo / para tizón del infierno", canta el gaucho Martín Fierro deseante frente a la mujer negra, “con más cola que una zorra”, para provocar al hombre negro, al que presenta como un hombre bruto, embravecido y sin sentido del humor frente a sus “coplitas”, que no son más que insultos y agresiones diversas.
Los versos de José Hernández se suceden como una biblia racista entre lo literal y una dedicada labor en tejer las redes que contendrán el relato fundacional de esta patria. Redes que con el paso del tiempo serán tomadas con la comodidad del lugar común, minimizando lo rancio y lo enfáticamente errado, como todo aquello que se toma con certeza partiendo de un ficcionado sentido compartido por muchos.
El clima de esos versos de Hernández nos permite pensarnos y encontrar las razones de por qué nunca funciona del todo bien lo que se sentencia como racismo o no racismo en un país como el nuestro: Argentina racializa la clase y extranjeriza la raza. La racialización de la clase, a su vez, queda sujeta al orden de lo ideológico desde dos perspectivas, a priori, opuestas, pero bajo la lupa no tan diferentes. Por un lado, están los que asocian “negros” con peronismo, y en ese “negros” se configura cierto salvajismo, cuando no vagancia, para motorizar estigmas sobre lo popular. Por otro lado, están los que creen que el negro y el pobre, por el solo hecho de ser negro y pobre, tiene que “funcionar” bajo el pulso político izquierdizante. Eso sí, ese pulso se debe mantener en una justa medida. Es decir, tampoco sean tan radicalmente izquierdistas, no sea cosa que pongan a temblar los privilegios blancos, no acepten el abrazar sus contradicciones y quieran salir a cortar las hilachas de los discursos, entretenimientos y simbolismos progres, o a martillar el purismo con el que ciertos sectores leen el rol del Estado y las instituciones. Es ahí, exactamente en esa politización aguda que traspasa la justa medida donde, entonces, el negro y el pobre se topan con el paternalismo.
En definitiva, todos los caminos conducen a lo mismo: la lectura política del sujeto racializado se configura siempre bajo la expectativa del poder/privilegio blanco. Porque el racismo, que no es una opinión, no es un discurso de odio, no es una posición, tampoco es un bien exclusivo de la derecha. Ni siquiera es un bien exclusivo de los blancos, por lo que el simplismo del bueno vs. malos, blancos vs. negros, no tiene ni medio segundo de resistencia en su condición estructural.
Es en el pulso de esas expresiones que acontecen como minúsculas, entre lo pasivo, el diminutivo y el siempre falso debate del límite del humor o de las contradicciones políticas que se revelan los gestos conformes a las narrativas fundacionales ya no solo a nivel nacional, sino del racismo en sí y de la propia historia continental, que no es más que una historia de colonización. A lo largo y ancho de América sobran ejemplos de cómo se adornó en un acto cultural un terrorismo racista para desprenderse de un mientras tanto en el que se ordenaban los rompecabezas territoriales, o sea, el ordenamiento del poder económico y la necesidad de que ciertos sectores hagan el trabajo duro a como dé lugar, manteniéndose siempre a raya.
2- El relato sí se mancha
“Algunos me dicen «¿vos valés 10 millones de dólares?», otros me menosprecian porque salí de la villa.
Creen que diciéndome «villero» me van a ofender. Pobre de ellos.”
D. M.
Así como en Estados Unidos la película El Nacimiento de una Nación le da forma a fantasmas y temores sociales para fundamentar las narrativas básicas de la persecución y criminalización sobre los hombres no blancos una vez abolida la esclavitud, cuando el gaucho clava el facón en el cuerpo del hombre negro de nuestra tierra no solo lo mata, sino que inaugura el relato ideológico de la excepcionalidad Argentina: un país latinoamericano sin negros. Este ideario es acompañado por el fervor constitucional del artículo 25, ese de 1853 que resistió las modificaciones, fantaseando con una inmigración calificada definida a partir de la ciudadanía europea.
De esa idea del “país sin negros” nace el imaginario que dispone a una Argentina siempre pensada dentro de los límites de algunas selectas avenidas de la ciudad de Buenos Aires y, apoyada en la arquitectura, su presentación al resto de la región como la París latinoamericana (cómo si en París no hubiera negros y su habitar allí no estuviera trazado por una misma historia). Pero hay, entre los tantos relatos puristas que nuestra construcción acumula, uno que es más maldito que el resto: “los argentinos somos todos hijos de los barcos que llegaron de Italia y España”. Esa expresión es tan inmunda y tan antipatria que olvida a los mismos próceres por los que luego muchos se babean y se miden la escarapela. Ese empezar a contar la historia argentina con los primeros latidos del siglo XX también ignora una joya preciosa: la Madre de esta Patria es la enorme María Remedios del Valle, mujer negra.
Esos “barcos de España e Italia” también funcionan como el facón que mata al negro, porque reconoce los barcos europeos que acercaron a un nuevo destino a miles de inmigrantes a fuerza de sepultar los barcos que varios siglos atrás había llegado a nuestro puerto con miles de africanos secuestrados para ser condenados a la esclavitud. Pero también hace un blanqueamiento de la propia historia. La “gracia” de toda esta negación es que, a la mirada de Europa, los barcos que salieron de allá hacia acá con los padres, abuelos, tíos y demás familiares de muchos argentinos, eran barcos racializados. El eurocentrismo americano tiene esa piedra en el zapato.
La gran mayoría de aquellos inmigrantes no vinieron a hacer turismo existencial a las Américas, a “encontrarse con uno mismo” ni a traer dólares y a generar empleo o a gerenciar multinacionales. Su venir a América implicó, primero, el desarraigo territorial y familiar con un regreso o potencial reencuentro que no aparecía en ningún plan cercano, incluso, posible. Hombres solos, algunas mujeres, algunos niños, personas que escapaban o dejaban atrás escenarios bélicos, realidades de hambre extremo, pobreza, desempleo, persecuciones religiosas y políticas, cuando no identitarias. Personas que llegaban a Argentina y enfrentaban, a su vez, explotaciones y estafas de todas las formas posibles. La condescendencia con aquellos barcos no solo hace un blanqueamiento, sino que silencia una realidad que aún da cuenta de nuestro país.
La condición migrante no es neutra, no es tan solo dejar atrás la tierra natal, son las circunstancias por las cuales tuvieron que hacerlo, las condiciones que componen la definición de migrar y, más aún, a las que se expondrán a partir de llegar a su nuevo suelo. No importa qué tan consciente lo tenga la misma persona, la causa migrante, y ni hablar la reacción xenofóbica frente a ella, tiene intimidad con el racismo porque el inmigrante deviene en variable racial independientemente de pertenencias étnicas.
3- Colonización y coloración
“Sí, soy contradictorio, ok. ¿Y la historia argentina qué?”
D.M.
Aníbal Quijano es muy concreto: la raza es la expresión básica y definitiva de la experiencia colonial, es la primera insignia. Como explicaba el activista sudafricano Steve Biko, quien forjó una idea de Conciencia Negra para que nunca deje de estar sobre la mesa que la raza es una construcción de jerarquías en pos de poderes económicos, Negro es el marginado social, el explotado, el perseguido político.
Ser sujeto no blanco, como refiere Rita Segato a la gran masa racializada, que de minoría tiene poco y nada, incluyendo también a los que no tienen un linaje directo con pueblos originarios ni afrodescendencias pero llevan ese estigma frente a los laberintosos idearios eurocentristas, no te hace tener automáticamente Conciencia Negra, porque la conciencia política siempre es una construcción. Por eso los conceptos también mutan y se amplifican bajo el pulso de su tiempo: ahí la importancia del lenguaje político y no cederlo, no vaciarlo.
Frantz Fanon resolvía el deshacer esa construcción colonial que es la raza a partir del reconocimiento de comunidades tercermundistas, que no es lo mismo que decir países. Las comunidades tercermundistas son los sectores con historias en común, pero también atravesadas por el rasgo de la explotación económica y sus violencias, porque no hay tal explotación sin violencia política, social y cultural.
El gaucho asesinando al negro le quita la voz para contar su historia, nuestra historia, y sin esa voz se relativiza la tensión racial de la cual somos hijos. Se relativiza de tal forma que hasta el propio gaucho pierde su noción racial y despierta, en vez de una Conciencia Negra, una conciencia aspiracional (civilizatoria). El Martín Fierro presentando al negro tal como lo presenta (indomable, agresivo, poco tolerante a su humor), lo que le sirve para justificar incluso su crimen, o el cuadro La vuelta al malón, de Ángel Della Valle, que inaugura la idea de un arte nacional, plantean el dualismo que pretende cierta racionalidad como espejo de lo civilizatorio y ubica a la otredad en el campo de la barbarie. Bruto, salvaje, popular, el negro siempre es el otro.
4- La hora de un nuevo poema nacional
"El mayor orgullo que tengo yo es que yo soy El Diego para la gente. Yo para ellos no soy Maradona ni el Pelusa, soy El Diego, y la gente siempre es incondicional. La gente siempre es del Diego. Yo no soy público, soy popular. Y esa es la gran diferencia que existe y existirá" D. M.
Pero no hay forma de extraernos de lo que somos, no hay manera de aniquilar para siempre o de forma absoluta las identidades políticas, sociales y culturales, porque se hacen de una historia que, además, no se fuerza en soledad. Argentina forma parte de un trazado continental demasiado rotundo como para poder desentenderse. Si hay una ley que se sostiene a lo largo de la historia de la humanidad, aunque cada vez cueste más verla llegar a tiempo, pero aún así sigue sucediendo, es que la verdad viene a cobrar su factura. La verdad, no importa cuanto se quiera ocultar ni poner a retroceder, vuelve y dice lo que tiene que decir.
Solo el antirracismo es lo que deviene en no racismo y es urgente poder entenderlo para resignificar las lecturas políticas frentes a desigualdades y violencias estructurales. Y es urgente porque hace demasiado tiempo que ya no hay tiempo, si se permite la redundancia. Un tiempo que remonta al gaucho envalentonado pavoneándose “Me hirvió la sangre en las venas / y me le afirmé al moreno / dándole de punta y hacha / pa dejar un diablo menos”.
El gaucho no puede quedar impune ni el negro desaparecido para siempre. Juzgar al gaucho por haberle clavado el facón al negro también refuerza las bases de un país que camina en Memoria, Verdad y Justicia. No comprender la intimidad de esta cruzada es criminal, porque es la variable raza la que ordena las desapariciones y distintas violencias estatales en democracia. Poner en juicio al Martín Fierro, y a todo el ideario y la potencia oral del gaucho, no es prescindir del mítico poema nacional, porque necesitamos que ese poema esté. Prohibir, borrar, cancelar no son los caminos. Marcar para desmarcarse, reescribir para reedificar es una forma de abrirle paso a esa verdad que siempre vuelve para poder decir lo que quiso callar.
Me gusta la idea de reescribir el Martín Fierro pensando el nacimiento del Diego como la resurrección del Negro. Diego reencarna al Negro que el gaucho mata porque nos recuerda ese quiénes somos que había quedado condenado al olvido y, para más, nos lo recuerda con orgullo y con ímpetu gozador, por eso se torna insoportable para los que buscan mantener la farsa en orden. El orden que quiere al Negro de rodillas frente a las humillaciones, frente al humor blanco. El orden que quiere al Negro aceptando la insignia, no demostrando que la reversión política, cultural y social no solo es posible, es obligación ética. Y si me permiten, justicia divina: El Diego reencarna al Negro y no tapa la herida que le causó el gaucho, la lleva a pasear por el mundo y esa exhibición irremediablemente reescribe la historia Argentina frente a todos, y sí, el poema se continúa solo.
Si Jesús murió por nuestros pecados, y Patti Smith le refutó que no por los de ella, El Negro muere por los nuestros y los que refutan esto ya sabemos que es lo que pretenden. Hay un simbolismo trascendental en la crucifixión y resurrección de Jesús, es ahí donde también se plasma que hay una verdad que siempre asomará, ese es el pulso mesianico de “vencer al mundo” y, a su vez, esa resurrección sella la promesa de la salvación. El nacimiento de Diego como la resurrección del Negro es una resurrección poética pero también concreta: Diego pone a la Argentina negra en el centro. El país que se para como la París latinoamericana y presenta a los suyos como “hijos de los barcos europeos” se vuelve famosa en el mundo por un Negro. Argentina se hace sinónimo de Maradona y hablar de Maradona nunca es hablar de la Ciudad de Buenos Aires y el trazado imaginario que se funda en unas pocas avenidas gentrificadas. Es villa, es una estación ferroviaria olvidada, es cumbia y es el éxtasis de lo popular, es margen y barro. Imagen y semejanza.
Mientras Diego conmovía a todos con los encantos de su cintura y de su zurda, sacudía y subrayaba nuestras raíces hasta hacerlas florecer, generando espinas ineludibles para los amantes de la cruzada civilizatoria. Desde la cima del mundo dice “soy el pibe de Villa Fiorito que una tarde de 1986, en el estadio Azteca de México, se puso a llorar cuando recibió la Copa del Mundo”. Esa tarde tocaba el cielo con las manos pero apenas sería una anécdota deportiva si tenemos en cuenta que es a partir de ahí que Maradona se vuelve imparable en su manía de dar vuelta los nortes para levantar a los sures. Y todo sin dejar de ser Pelusa, el que al mismo tiempo le susurraba a Doña Tota “yo juego por vos, mamá”.
Juzgar al gaucho y nombrar poema nacional al Negro puede evocar una última misión justiciera del Diez, la definitiva. No solo porque detrás de todo gran gesto deportivo él siempre volcó un poco de revanchismo, otro tanto de justicia poética y, principalmente, de alarido tercermundista con ansia de reinvertir los órdenes. También para limpiar sus heridas, como gesto redentor: si hay una misión cultural por excelencia es la que nos recuerda que esencialmente somos lo que hacemos con los legados que se nos presentan. “Tengo un recuerdo feliz de mi infancia, aunque si debo definir con una sola palabra a Villa Fiorito, el barrio donde nací y crecí, digo lucha", y en ese decir, para nada menor, ya habiendo donado todo su ser hombre hasta convertirse en héroe, tragedia, mito, mártir, ascendía al potrero a la condición de Tierra Prometida, pero nos advertía que nada de lo que nos daba era gratis, él se estaba haciendo cargo solo porque entendió que todo esto se trataba de algo más grande que una gambeta.
“No les dedico nada a los que no dejan que la Argentina crezca. A los buchones, a los caretas, los que viven de la imagen y quieren aparentar otra cosa. A los que acusan sin revisar lo suyo, los que miran qué comen los otros. Los que quieren el país de los Galtieri y Videla”, decía con los ojos ardiendo de esencia frente al incendio interior de los que no podían domarlo. El Diego representa la desobediencia que toda historia demorada necesita para marcar, al fin, su tiempo de reparación. Por eso se convierte en bandera más allá de los estadios, por eso su gesto duro y frente en alto flamea en las manifestaciones del mundo que piden por el derecho a la paz, una paz para nada pasiva ni silenciosa, mucho menos sumisa y condescendiente, y que se entiende, como dice Martin Luther King, como la presencia de la justicia en su manifestación más crucial, una justicia social con la única estructura posible de sostenerla, la interseccional.
Maradona aparece en las paredes del mundo no solo inmortalizado al compás de los jueguitos más maravillosos con la pelota, no solo ofreciendo esa belleza que su cuerpo extremadamente politizado movilizó, sino con su palabra cargada de su condición: “soy villero de toda la vida”. Donde hay un pueblo defendiendo derechos, exigiendo otros, buscando libertades y necesitando milagros, ahí, justo ahí, aparece él.
Un poeta deportivo, un poeta maldito para los puristas y bendito para los que creemos que somos obra y gracia del alfarero celestial, ahí donde el barro da lugar a lo sobrenatural y en su choque con el cemento aún pueden nacer rosas, parafraseando a Tupac Shakur. Maradona pudo haberse dedicado a jugar, pero su vida estaba diseñada para ser causa justicialista y justiciera porque, con un olfato imbatible y la diestra marcándole el siguiente paso a su zurda, no hay nada casual en su recorrido, un recorrido guiado a puro impulso emancipatorio para que todas las cadenas míticas y de falsa épica que mantienen cautiva a esta nación finalmente se caigan, para que todos los Negros enfaconados se levanten y bailen.