Escrito en las nubes
“Mi abuelo siempre decía que había escrito una novela, juraba que lo había hecho a escondidas y que la guardaba en un baúl. Les repetía a sus hijos la trama a grandes rasgos. Sus hijos no encontraron nada entre sus cosas, pero tenían la novela en la cabeza. Entonces la escribí”, contó el escritor Manuel Álvarez hace más de un año en su cuenta de Twitter. Publicada por Editorial Marciana, desde hace unas semanas, Una nube viene —la novela en cuestión— está entre nosotros, con un timing que parece guionado por los mismos cielos en donde esa nube, y ese abuelo fantástico y fuente de poder, pasean.
Contada a dos tiempos, ¿o más?, ocurriendo en dos épocas y lugares diferentes, ¿o más?, tiene como bisagras dos hechos reales: el gran terremoto de 1939 en Chillán, Chile, y el alud de 1965 en Las Cuevas, ese extremo mendocino último antes de pasar al país vecino, que Evita Perón prometió a los trabajadores ferroviarios convertirlo en un paisaje suizo. Prometió y cumplió, aunque no pudo verlo por su pronta muerte, pero su voz y su deseo se mantuvieron en el calor de las discusiones políticas en la hostería principal de la villa, donde ocurre buena parte de la novela.
Claro que del otro lado de la cordillera la discusión política también agitaba los tonos y sacudía la falsa armonía de los encuentros. Si en Las Cuevas del ‘65 el peronismo resistía la proscripción y ponía contra la espada y la pared a la utopía socialista —la que “huele un poco a agua bendita”—, en Chillán, al discurso fascista chileno, cónclave de las derechas sudamericanas, con ese supremacismo tan propio de nuestra región de rascar el fondo de la olla buscando ADN europeo, se lo pone a temblar con los versos de Gabriela Mistral. Del lado chileno, “humedad y superación”; del lado argentino, whisky, nieve y truco: “Todo eso había”, y más.
Una nube viene es una novela de relaciones, no solo personales, más bien, apenas se trata de las relaciones personales, las que leemos siempre al borde del quebrantamiento con las circunstancias, como si esas relaciones tuvieran una marca temporal y espacial, más allá de la particularidad geográfica, del propio cronos y de la manifestación amorosa (de la amistad a la conyugal, de la fraternal a la comunitaria, de la social a la ideológica). Manifestación amorosa y toda su implicancia: acuerdos, silencios, privacidades, limitaciones, imaginarios, intuiciones. Toda esa implicación y todo el mapa organizacional de los pueblos chicos, infiernos grandes que se agrandan aún más con esos fantasmas que hacen pueblo en nosotros. Una novela de relaciones en función a qué hacemos con aquello y aquellos que nos ponen o se da en relación. Y lo cierto es que, en estas páginas, todo lo que aparece en escena se dispone a una relación, nada es azaroso ni relleno o decorado. La lectura nos lleva a descubrir que cada aparición trae algo más.
Todo este hilado relacional va tejiendo diferentes tensiones en aumento. Desde la primera página a la última, no solo una nube atraviesa la novela, la intriga también. Me gusta que una de las voces protagonistas advierte que la perfección ahoga, y el autor, como quien se desentiende de lo que dice su propio personaje, no tiene piedad y es implacable a la hora de ahogarnos con la incomodidad de respirar un aire atestado de intrigas. Y de esa nube que viene y nunca llega, hasta que lo hace. Entonces uno espera desahogarse sobre el final de la lectura, pero no, el final solo exalta el impacto de haber leído esas páginas. El libro se cierra y la resaca angustiosa sigue ahí, la nube nos alcanzó y se posa en la cabeza recordándonos cómplices de los secretos que guardamos y de las discusiones que aún mantenemos, perpetuas, como quedan —ahora— selladas en la novela.
Hay algo de escritor del siglo XX en la escritura de Manuel Álvarez. Algo que se ve en la lealtad con la que se encara la escritura, la manera en la que están presentados los personajes y las conversaciones, sobre todo las políticas, sin ánimo propagandista ni la zoncera de época que escribe para buscar representación y canalizar emociones. Las pausas, los silencios, las descripciones envolventes, las que te hacen parte de la escena a tal punto que podes tocar una copa rota, visualizar un cuadro, mirar alrededor buscando la pieza del rompecabezas que falta. El ritmo cardíaco va a la par del de los personajes. Una lealtad que no se deja apurar y es fiel al universo climatizado que la historia necesita para ser en todo su potencial. Álvarez no pone en juego esa potencia a pesar de lo tentador que podría haber sido, en ese juego de tiempos que hace, meter la actualidad.
Por momentos, sobre todo en la primera parte, me recordaba al trabajo que hizo David Simon con The Plot Against America, de Philip Roth. Ofrendando al mundo otro encuentro de esos que caben bajo el mote “dos potencias se saludan”, ambos llegaron a juntarse para pensar cómo llevar el libro a la tele en una miniserie. En esas pocas reuniones que tuvieron, hay una condición que pone Roth que marca a fuego la adaptación que se encuentra en HBO. Roth pide que se cuide de manera especial el tono relacional, no solo entre personajes, sino de los personajes con el lugar, tiempo y, sobre todo, con el clima político: de ninguna manera, esa familia tradicional debía presentarse ortodoxa. Simon, un obsesivo divino que todo lo que toca lo hace gloria y lleva al extremo el realismo de no ficción, esto lo refuerza cuanto puede: el devenir del clima político bajo la voracidad nazi y ferocidad del KKK es la que va aumentando la tensión y corriendo el destino familiar de lo imaginado hacia el abismo. Todos tenemos el diario del lunes, incluso, tenemos nuestros diarios de hoy, pero respetar a los personajes que no lo leyeron para honrar la narración y engrandecer su impacto. En la miniserie, las historias familiares nunca dejan de estar, tienen su espacio de desarrollo, no se las come la coyuntura, por más cruda y caótica que sea, ni las desplaza a un lugar menor. Todas esas relaciones siguen sucediendo contra todo pronóstico a pesar del corazón de la trama que ocurre tanto puertas afuera como puertas adentro de la casa.
El creador de The Wire tuvo una victoria extra en este sentido, era la primera vez que hacía un trabajo que no estaba escrito en su totalidad por él, y lo estaba haciendo bajo la inminencia trumpista, la que lo tuvo como una de las voces opositoras más efervescentes. Aunque en las entrevistas la alegoría ideológica para hablar de la actualidad fue inevitable, en la miniserie no hay nada que se preste al doble sentido. Al contrario, se aprecia la exactitud y el esfuerzo sobrehumano por marcar la línea temporal y mantener lo incierto de su tiempo ahí, lejos de toda premonición y profecía para nuestras realidades sensibles.
La escena final de la serie es una postal de esto: la democracia es un acto de fe extraordinaria. La gente sale a votar, de fondo suena The House I Live In en la voz de Frank Sinatra. De las largas filas en los centros de voto a casa, a buscar el punto exacto del dial en la radio y sentarse en el sillón a esperar los resultados. Los sillones rodean los hogares encendidos, pero también hay fuego en otros lados. Las urnas dicen, no todos quieren oír. Pienso, ahora, en esto que escribe Álvarez en su novela: “La nieve y el fuego, enemigos íntimos midiendo sus fuerzas”. Como los no democráticos y los democráticos, todos encontrándonos en una misma llama que, vaya paradoja, habilita este encuentro.
Todas las historias personales son de deseo, pero todas las historias globales siempre son por la libertad. El tema es cómo usamos el deseo, cómo pensamos la libertad, y con qué honestidad posicional salimos a disputar esos deseos personales y esa libertad que tiene de todo pero nunca puede permitirse en su uso público ser solamente personal. Cuando le preguntaron a David Simon por qué eligió The Plot Against America, respondió que quería escribir sobre sus padres y su tiempo, “una generación en la que había poesía y también humor”. La respuesta es maravillosa porque el libro y la miniserie, aún en sus alternancias, son dramáticas. Pero la poesía y el humor también son actos democráticos, y requieren una fe igual de extraordinaria que el voto. Lo mismo que escribir. Al menos, la escritura que honra la entrega de escribir. Para el resto, los algoritmos, el clickbait, las condescendencias de los climas de época, la cháchara de la actualidad que saca del centro el bit de la cuestión.
Y Una nube viene se ubica en esa escritura que honra. Una gran historia escrita bajo códigos en extinción, que nos sirven para hablar hoy de temas coyunturales, en su literalidad y tomando, incluso, lo que llamamos accidentes naturales como metáfora o señal, pero sin necesidad alguna de mancharse en su construcción temporal, en las estructuras que hicieron gloria en las literaturas tradicionales y hacen mella aún hoy, entre lectores cansados de ser minimizados y apurados en una vorágine vacía en la experiencia lectora. Que es mucho más que leer, que apenas es leer.
Como dice Marta D. Riezu, “La vida no está en la actualidad. A la Historia le importa un pito la actualidad”. Tal vez por eso el pasado no se pueda borrar, porque siempre está y necesita estar ahí ocurriendo entre nosotros, para que lo sigamos contando, para que generación tras generación rescatemos lo que la actualidad nos quita y quiere quitar: acaso para resistir sobre este modus operandi no se nos fueron dadas con las advertencias necesarias todas las historias desde las Santas Escrituras en adelante? Y en todas vemos lo mismo: aunque a veces parece que la actualidad puede quitarnos todo, tenemos siempre ese otro tiempo anterior, tal vez, lo único que tenemos en firme, lleno de otras voces y miradas, que nos dicen que nada es permanente, ni las victorias ni las derrotas, ni siquiera la muerte cuando dejamos buena siembra en esta tierra, y eso también es bueno, más que para recordarlo, para recuperarlo: las cosechas, esas historias de deseo y libertad, se hacen valer. Somos, en definitiva, lo que hacemos con lo que se nos ha dado.