De la consternación y el miedo de vuelta a la mezquindad
Por Leo Ricciardino
“Lo que nos mantenía absortos y consternados era que aquello que no era del orden de lo posible irrumpió rabiosamente, se hizo presente, se nos apareció como una amenaza que cargaba en sus espaldas todas las capas sedimentadas del pasado de terror y muerte que portamos”. Muy pocos como José Giavedoni en Rosario/12 pudieron describir tan intensa, precisa y bellamente el intento de magnicidio contra Cristina Kirchner y lo que provocó en la mayoría de la sociedad argentina. Después están Patricia Bullrich y Amalia Granata, además del tirador Fernando Sabag Montiel. Con distintas responsabilidades y características: No repudiar el hecho y con ello casi otorgarle legitimidad, banalizarlo para negarle la posibilidad a la víctima de serlo y, finalmente llevar a la práctica los retorcidos pensamientos de odio. El pasaje al acto, le dicen psiquiatras y psicólogos.
Aquellos que decidan no votar la expulsión de la Cámara de Diputados de Santa Fe de la legisladora Granata, después de las amenazas que lanzó sobre sus pares serán sospechosos de “chanchurrios (sic)” o de tener “amantes” a espaldas de sus maridos o esposas, porque eso dijo la diputada Provida que hará si la separan del recinto. Contará chismes baratos, de ahí viene ella misma, de los programas de chimentos de la televisión.
En esa lógica emprendió una escalada que comenzó con negar el intento de magnicidio (“es una pantomima”) hasta pedir la excarcelación del tirador (“liberen al perejil”) llegando a las amenazas directas de los diputados. Tampoco firmó el repudio de la Cámara baja provincial. Aunque no fue la única, la siguieron el diputado Nicolás Mayoraz, Natalia Armas Belavi y Juan Argañaraz; todos los que accedieron a una banca en 2019 colgados de las polleras de la mediática.
Si no fuera por la gravedad institucional que representa y lo intolerable de su actitud, da hasta un poco de pudor hablar tanto de Granata que ni siquiera vive en Santa Fe y su oportunismo rezuma a cada paso.
Si bien el oficialismo adjudica a los mensajes de odio que vienen sembrando hace años la derecha y un conglomerado mediático que despierta cada mañana pensando en cómo seguir adelante con su batalla (y pensar que algunos ejecutores no saben ni siquiera con qué fines
últimos); hay un quiebre concreto en esta historia de persecución y laceramiento político mediático. En el momento en el que el fiscal Diego Luciani pronunció su alegato en el juicio de “Vialidad”, se abrió otro escenario. Cuando cerró su discurso pidiendo “12 años de prisión e inhabilitación perpetua para ocupar cargos públicos” para la vicepresidenta; muchos comprendieron que quizás y por fin estaba cerca un triste y solitario final para Cristina Kirchner.
Pero ocurrió todo lo contrario. El peronismo se soldó, puso al costado sus rencillas internas y rodeó a su líder de amor, militancia y empoderamiento. Y no sólo la militancia, una porción muy importante de la sociedad que la había votado y que luego se había alejado de ella quizás por el hartazgo de verla señalada todos los días, más que por creer en todas las cosas que se decían; concurrió a apoyarla en las calles.
Esa masividad, esa calidez que hacía rato no se profesaba a un líder político en Argentina; fue la que hizo comprender a muchos que las cosas no habían salido como esperaban. Quizás fue también lo que hizo actuar al tirador: Fracasado el lawfare el único camino posible era la eliminación física de esa mujer. Aunque esto último es una especulación. ¿Quién sabe qué pasó por la afiebrada cabeza de Fernando Sabag Montiel al momento de tirar del gatillo?