La fiesta del Monstruo
La elección que no fue en el PJ nacional, la pelea de fondo que continúa. El desafío de Kicillof y la disputa por el conurbano bonaerense, las verdaderas razones de la pelea. El abandono de un proyecto nacional: el caso santafesino. El ostentoso canibalismo interno, en medio de la masacre libertaria.
La eterna jueza Barú Budú Budía clausuró el viernes la novela de las nonatas elecciones internas en el PJ nacional, al ratificar la decisión de la junta electoral partidaria de voltear la lista del gobernador riojano Ricardo Quintela por falta de avales. Entronizó, en la práctica, a Cristina Fernández de Kirchner.
Más allá de la discusión, a esta altura insignificante, de si el papelerío estaba en orden, la jugada de la ex presidenta y vice reveló algunos contornos tan inquietantes como novedosos. Tal vez el más importante sea la demostración de que CFK sigue siendo la accionista mayoritaria del peronismo, pero con un paquete que se redujo dramáticamente.
Prueba de ello es que el inicial operativo clamor no recogió adhesiones más allá del núcleo duro dirigencial. Tampoco consiguió la venia automática de otros tiempos cuando ella misma anunció en sus redes sociales que sería candidata a presidenta del PJ. E incluso tuvo que recurrir al escritorio judicial para bajar a su adversario, en una movida que inevitablemente dejó heridos por doquier e incluso colocó en situación de riesgo a la integridad de los bloques parlamentarios. Los intentos de contención lanzados en las últimas horas son de resultado incierto.
La acción independentista de Axel Kicillof es sintomática. No sólo porque exhibe la mengua en el poder disciplinador de Cristina sino también porque pone sobre la superficie la razón de fondo de todo el barullo intestino, que no es otro que sodomizar al gobernador bonaerense por el proceso autonómico iniciado en 2023, cuando resistió exitosamente ser sacado hacia arriba como un clavo.
Lo expresó con claridad Máximo Kirchner en una reciente entrevista periodística. “Mi entender era que la provincia de Buenos Aires se iba a ganar”, sostuvo el líder camporista, para después agregar: “Teníamos a alguien que había sido gobernador de la provincia de Buenos Aires aún en la derrota caminando el país explicando lo que queríamos hacer, a veces te toca perder una para ganar la otra”. Por si no se entendió: la idea era que Kicillof vaya a perder la elección nacional y él se quedaba con el control del Estado bonaerense. El sacrificio es el otro.
Las hostilidades actuales tienen su origen en aquel episodio. Casi no se recuerda, pero en un acto que Cristina realizó con Sergio Massa el lunes siguiente al cierre de listas, la entonces vicepresidenta destacó la decisión de Wado de Pedro de bajar su candidatura para lograr una fórmula de unidad y disparó: “Quiero rescatar sus valores, su convicción, y su pertenencia a un proyecto colectivo como para ir a donde al proyecto le sirva que esté. Muy pocos lo tienen”. El blanco, ahora queda bien claro, era el gobernador bonaerense.
La hipótesis de que el desafío de Kicillof está motorizado por el albertismo residual no resiste el menor análisis. ¿O acaso Agustín Rossi, actual aliado de Cristina, no era hasta hace 5 minutos el responsable del armado santafesino del malogrado ex presidente? Eso en modo alguno habla mal del Chivo, que hace 20 años ocupa las primeras planas de la política nacional y tiene espaldas de sobra para defender sus decisiones, pero sí ilumina la falsedad ideológica del argumento.
Es también el manejo de la provincia de Buenos Aires, y en particular del conurbano, lo que está en el carozo del asunto. Es allí donde Cristina concentra sus esfuerzos y donde su agrupación, La Cámpora, tiene peso. Es en esa zona donde los dirigentes de esa organización gobiernan municipios, en muchos casos de manera ejemplar. Es en ese territorio donde disputan políticamente sus mejores cuadros. Pero fuera de ese lugar, poco y nada.
El caso de la provincia de Santa Fe, tercera jurisdicción electoral en importancia, es muy gráfico al respecto. Al brazo político de CFK no le quedó, literalmente, ni un solo concejal. El candidato a gobernador de ese espacio no llegó a los 64 mil votos en 2023. Para darse una idea: sólo en la ciudad capital, el actual intendente Juan Pablo Poletti obtuvo casi 130 mil sufragios.
Pero no es sólo eso: el peronismo no paró de perder elecciones nacionales en la otrora Invencible desde hace 10 años. Y nada indica que esa situación vaya a cambiar, más bien lo contrario. Es evidencia, entonces, de que Cristina abandonó hace rato la idea de un proyecto nacional de tono kirchnerista. Toda su energía está puesta en defender su territorio bonaerense y no hay mucho más que eso. No deben encontrarse en estas palabras objeciones de tipo moral-político sino, apenas, un intento por caracterizar correctamente la etapa.
Lo que sí se reprochará aquí es la juerga internista a cielo abierto. Ya se dijo en esta columna y se repetirá ahora: es profundamente irritante que dirigentes con la panza llena y la vida resuelta estén todo el santo día tirándose piedritas tuiteras mientras sus votantes son masacrados de forma material y simbólica por Javier Milei. Con pretensiones de ingeniosos, encima.
Al respecto, Kicillof dio en el centro cuando, en su declaración después de la famosa frase de los Poncio Pilatos y los Judas, afirmó: “Pareciera que no se registra del todo lo que está pasando en el país y en nuestra fuerza política: hay enojos, diferencias y desacuerdos. Esos reclamos, esos enojos deben ser escuchados con humildad y de ninguna manera pueden ser descalificados como signos de traición”. Lo certero de sus dichos no necesariamente se ajusta a sus acciones, bueno es aclararlo.
Sería deseable que una dirigente de la estatura política de Cristina Fernández de Kirchner, única e inigualable desde el retorno de la democracia, tenga en sus planes algo más que la subsistencia de la pyme bonaerense que gerencia su hijo. Quizás así sea y en breve alumbre una propuesta creativa y popular para ofrecerle al país, tal cual tiene por costumbre. Los hechos, hasta ahora, van en sentido contrario.
En 1947, en el cénit de su odio gorila, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares escribieron un cuento llamado “La fiesta del Monstruo”, en donde describían las salvajadas cometidas por las hordas peronistas en ocasión de un acto del maléfico líder, que concluían con un apedreamiento hasta la muerte de un “sinagoga”. Si los mismos escritores –de un talento sin par- debieran hoy hacer algo parecido, desplegarían una caricatura bastante más módica: un puñadito de parientes que se sacan los ojos por los requechos de una casa que fue gigante y hoy es poco más que una tapera en ruinas.