Las tensiones cambiarias resurgidas en los últimos días, domadas a puro intervencionismo estatizante del Banco Central, revelaron una vez más que la Revolución Liberal del profeta Javier Milei declama desregulación y libre mercado pero no come vidrio.

Los admiradores de Milton Friedman, que repiten incesantemente el rezo de que “la inflación siempre y en todo lugar es un fenómeno monetario”, tienen el dólar bajo férreo control estatal con cepo y tablita, administran los aumentos tarifarios y pisan las paritarias. Todos los precios básicos de la economía, agarrados de los testículos por el equipo económico de la Escuela Austríaca.

Eso no le impide al presidente, desde ya, desplegar profusas peroratas sobre su odio al Estado y las ideas de la libertad, que suelen incluir proyecciones estadísticas propias de alguien absolutamente desprovisto del temor al ridículo. Mal no le va.

La misma pulsión de cachivache padece Patricia Bullrich, que montó el viernes una pseudo inauguración de la cárcel federal de Coronda, con paseíto de presos dentro del paquete artístico. La ausencia del gobernador Maximiliano Pullaro en el show de la ministra neolibertaria muestra, además, el estado actual de la relación entre Nación y Provincia, ya decididamente atravesada por los ruidos preelectorales.

Nada de todo lo antedicho opaca la popularidad presidencial, anclada centralmente en la desaceleración inflacionaria. Tampoco lo hace la endeblez del programa económico, evidenciada en los deseos oficiales de zambullirse en un nuevo préstamo del FMI, para delicia de las generaciones futuras.

Menos que menos impactan en los niveles de adhesión los múltiples casos de funcionarios aloe vera, con propiedades sin declarar a troche y moche. Y de aliados relevantes, como el polirrubro Cristian Ritondo, defendido en público por el mismísimo Milei. Se sabe, la corrupción molesta en tanto y en cuanto sea practicada por el peronismo.

A propósito del movimiento fundado hace 80 años por Juan Perón, sus figuras más significativas a escala país continúan observándose con fruición el ombligo propio, enamoradas de exasperantes cuitas intestinas que pasan a años luz de cualquier aspecto de la cotidianeidad popular. Al respecto, el comportamiento de la figura política más trascendente del siglo XXI, Cristina Fernández de Kirchner, es sintomático.

No existe, al menos por ahora, nada parecido a un proyecto nacional competitivo en las acciones concretas de la ex presidenta. En Santa Fe, su propuesta electoral pinta para el tercer puesto, si no el cuarto. Lo de Córdoba ya se sabe. Puede haber alguna mínima chance en CABA si la oferta antiperonista se divide. Y en provincia de Buenos Aires, corazón del kirchnerismo, la idea parece ser masacrar al gobernador Axel Kicillof por desacatado, único potencial candidato con chances de llegar a la Casa Rosada en 2027. Todo ello, contando sólo las grandes jurisdicciones, para no mencionar el ninguneo a los pocos gobernadores del palo que quedan. La conclusión inevitable, dolorosa para los millones de argentinos que la aman, es que Cristina está dispuesta a retener su estructura interna a como dé lugar, aún si el costo es que Milei se quede vivir en Olivos el resto de su vida.

El peronismo afronta, además, otro drama mayúsculo: el clima de época. Menudo desafío tiene una fuerza política cuyo eje propositivo pasa por la redención colectiva, en un contexto en que el individualismo es ley. En una etapa histórica en la que el egoísmo está de moda y la crueldad se celebra. En un momento en el que sólo campeonan los peores.

Feliz Navidad.