"Morir de vieja"
Fabiana Lucía González es una mujer trans, tiene 53 años. Es una activista histórica por los derechos de la población travesti trans de nuestra ciudad. Sobrevivió a la exclusión, las detenciones ilegales y la persecución sistemática del Estado. En la siguiente nota, te contamos parte de su historia.
Cuando llegué a su casa, pasando la Granja la Esmeralda, Fabiana me recibió con sus guantes de jardinera, la escoba en mano y el pelo recogido al costado. Nos saludamos, me trajo una silla y me pidió que la esperara. Lentamente fue haciendo un montoncito de hojas, como un ejercicio casi terapéutico, hasta sacar la basura afuera.
Es una mujer trans, tiene 53 años. Es una activista histórica por los derechos de la población travesti trans de la ciudad de Santa Fe y militante peronista.
Ojos marrones oscuros, elegante, lo suficientemente dulce y distante. Aguerrida, de las que no se callan nada.
A veces se quiebra y llora, dice que sobrevivió por capricho, por suerte.
–¿Tu sueño?
– Morir de vieja
La mañana está fresca y la entrevista durará seis horas. El olor de los jazmines y un patio cubierto de rosas, malvones, santa ritas y el silencio del barrio a la siesta, hacen que no nos demos cuenta del paso del tiempo.
La Faby puso una caja con fotos y todos sus recuerdos en la mesa, una botella de agua y un mate y cuando comenzó a hablar no paró.
Es la segunda de cinco hermanos. Su madre, Nélida Lucía, trabajó toda la vida para que nunca les faltara la comida, la ropa, los útiles y las zapatillas para ir a la escuela y un techo. Vivían en barrio Pompeya, cerca de Peñaloza y Gorriti, en un rancho que levantaron con la ayuda de su abuelo.
Nélida limpiaba casas en la costanera y trabajaba en una panadería, desde la mañana hasta la noche. Su marido ejercía violencia sistemática contra ella, "la torturaba psicológicamente" cuenta Fabiana: “Había veces que nos pasábamos horas y horas sentados en una mesa con mi mamá, porque él miraba por debajo de la puerta de la cocina y si no veía nuestros pies, empezaba a patear todo y a gritarnos que nos iba a matar. Teníamos que dormir sentados en la mesa”, relata.
“La acompañaba a mi mamá a radicar las denuncias en la policía y nos mandaban de nuevo a casa. A nosotros nunca nos tocó un pelo porque ella nos defendía como un león”, recuerda.
Nélida tiene alzheimer y se emociona cada vez que descubre que Fabiana es su hija. “Siempre le muestro una foto en la que estamos con mis hermanos cuando éramos chiquitos y le pregunto: ¿quiénes son?. Y los nombra uno por uno: “Juan, Darío, Diego ¿y este?” y se queda pensando. Hasta que le hago una seña y me dice ¡ah, sos vos!, pero ¿por qué tenés el pelo tan cortito? y ahí le explico, porque era así y ahora soy una chica. ¿Entonces vos sos mi hija? me pregunta y se pone a llorar como un niño”, comenta.
Fabiana la despierta cada mañana con un beso. Nélida nunca fue muy cariñosa con ella: “Se crió en un contexto de maltrato, no era de abrazarnos, de acercarse o dejar que nos aproximáramos mucho. Eso sí, nunca nos faltó para comer, trabajó para criar cinco hijos sola”.
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“A los 8 o nueve años empezó el adoctrinamiento cis heterosexual, en la escuela y en mi casa", expresa Fabiana. "Comenzaron a molestarme con eso de maricón, puto, no caminés de esa forma, no te muevas de esa manera, no hables así", manifiesta.
Cuando su madre se separó de su papá, se mudaron al barrio Villa Elsa y Fabiana comenzó a asistir a la escuela primaria N° 880, "Domingo Guzmán Silva".
Su maestra solía ahorcarla con una bufanda frente al curso, porque no quería jugar con los chicos al fútbol, quería jugar con las chicas al voley, a la rayuela, saltar la cuerda, realizar manualidades, y lo hacía.
"No tenés que jugar con las niñas, ya te lo dijimos un montón de veces", repetía la docente, y luego ejercía un castigo disciplinador.
“Una vez me cansé y le pegué una patada, salí corriendo del aula, salté el tapial y me escapé con Juan, mi mejor amigo en ese momento” expresa.
En su casa las cosas no eran muy diferentes. Sus hermanos se quejaban porque “los hacía pasar vergüenza”, y su madre la retaba “para que se portara bien, para que cambiara”.
“Estaba todo el tiempo controlando cada gesto, cada movimiento, pensando cómo debía caminar. Miraba mucho a mis hermanos e intentaba imitarlos.“
“Mi papá decía que era la vergüenza de la familia, que les había traído mala suerte, me amenazaba con prenderme fuego. Mi mamá pensaba que lo hacía para molestarla, cuando entendió que ya no había vuelta atrás con mi identidad sexual, me dijo, “prefiero un hijo muerto a un hijo puto”. En esa época, un pibe se había suicidado en el puente Carretero. Le hacían bullying por ser gay y su familia no lo aceptaba. Yo también me quise matar, ahí le hizo el click a mi vieja, cuando vio que podía perderme. De ahí en adelante, fue ella misma la que empezó a defenderme, éramos las dos contra todos”, relata.
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La primera vez que la detuvieron tenía 16 años. Fue la primera vez que escuchó la palabra travesti, de la boca de un oficial de “Moralidad Pública” una especie de patrulla por la moral y las buenas costumbres, que se encargaba de perseguir, detener, torturar, e intentar “enderezar” putas, travestis, y maricas, pobres en su mayoría.
Funcionó desde 1920 hasta 2004 en la provincia de Santa Fe como una división de la policía, y se amparaban en los artículos 81, 87 y 78 del Código de Faltas, para privarlas de su libertad. Los artículos rigieron hasta 2010.
“Me hicieron dos actas, una por travestismo y otra por prostitución . Porque un artículo te ubicaba automáticamente en el otro, si vos tenías una identidad femenina, te vestías de mujer y estabas deambulando por la calle, para ellos era cantado que eras trabajadora sexual”, manifiesta Fabiana.
“Cuando fuimos a la comisaría, no me creían que tenía 16 años. Los policías se fueron y me quedé con uno que estaba escribiendo el acta. En un momento, no escuché más nada y apareció con los pantalones por las rodillas. Me asusté tanto que empecé a llorar y a gritar, era la primera vez que veía una persona desnuda. Cuando me calmé, me dijo que me vaya. Se dio cuenta que no tenía ninguna detención y que era menor de edad”, continúa.
“Nunca había ido al centro, nunca había salido de la villa. No sabía cómo volverme, para mi era como ir a otro país”, expresa.
Ese día, salió de la comisaría y caminó más de sesenta cuadras, por 9 de julio hasta Facundo Zuviría y de ahí hasta llegar a su casa en barrio Transporte.
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Cuando tenía 12 años, Fabiana vivió un momento revelador con respecto a su identidad. “Descubrí quién era yo”, comenta.
Su hermano estaba jugando en la esquina de su casa cuando de repente vio a Mónica Montenegro charlando con sus vecinas. Acto seguido, volvió corriendo a toda velocidad, gritando "¡mamá, mamá, está el puto Montenegro en la esquina!" recuerda Fabiana entre risas.
“Como escuché que dijo puto, lo asocié conmigo. Nunca había visto a una persona trans, no sabía a qué se referían cada vez que me decían así. Entonces salí y la vi, tenía una pollera larga, una musculosa bien apretada y unos rulos hermosos. Me acerqué y pensé, ¿entonces, eso soy yo? Ahí me hizo el click”, explica.
Días después, Fabiana buscó un Jesucristo de madera que le había sacado a su madre y lo puso junto a su cama. Por las noches antes de dormir, rezaba con todas sus fuerzas para que la cambiara, que la hiciera como sus hermanos. “Pero al día siguiente me levantaba más marica que el día anterior” dice riendo.
Tendrás amigas, tendrás amor, tendrás amigos
“Mi visión sobre mí cambió cuando me enamoré, ya entrada la adolescencia, tenía 14 años. Fue de vista no más, de un militar que vivía cerca de mi casa” explica Fabiana.
Tiempo después, en un cumpleaños, la conoció a Micaela, una chica de la villa. “Un pibe se burló de sus ojos, porque tenía la vista desviada y no había forma de que parara de llorar. Le pedí que no le hiciera caso. Ella me dijo: “pero nadie me quiere así, siempre me están insultando” y yo le respondí, pero a mí sí me gustás, ¿no querés ser mi novia?, y me dijo que sí."
Estuvieron dos años juntas. “Íbamos para todos lados, a los cines, a los bailes. Desde el principio le dije que era marica, así me percibía. En ese momento no existían las identidades travestis y trans como se las conoce hoy. Ni siquiera conocía la palabra gay”.
“A mí no me importa, si querés me puedo hacer hombre”, me contestó ella. Cuando me quería comprar vestidos o zapatos salía con Mica, después lo usábamos las dos. No podía ir sola, porque me podían denunciar en la misma tienda y me llevaban detenida. A veces no teníamos plata y nos íbamos a putear juntas. Me montaba, nos poníamos los tacos y salíamos. Teníamos una relación de pareja, pero putísimas las dos. Estoy segura que si nos hubiéramos conocido en la actualidad, ella hubiera estado hormonizándose como un varón trans y hubiésemos tenido una relación de pareja como las de hoy”, afirma.
“En ese momento lo único que sabíamos era que nos cuidábamos. Micaela fue una de las primeras personas que me acompañó, que no me discriminó y que me aceptó como era. Después nos separamos cuando me enamoré de Juan y ahí cambió todo”, sostiene.
Juan fue el primer novio de Fabiana, era de Alto Verde. Su mamá no lo dejaba verla, porque decía que “lo pervertía” y que “la iba a denunciar por abusar de un menor”.
A Juan no le importó la palabra de su madre, y a los pocos meses se fue a vivir con Fabiana. “Tenía 18 años y él 17. Fue mi primer amor, mi primer novio. Era un chico super guapo, pero tenía problemas con el alcohol. Estuvimos tres años en pareja”, afirma Fabiana. “Nunca tuvo vergüenza de estar conmigo, ni le importaba lo que pudieran decirle los demás, íbamos de la mano a todos lados”, detalla.
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A los 18 años Fabiana ya ejercía el trabajo sexual. Cuando quiso inscribirse en la escuela secundaria, la rechazaron en más de 5 establecimientos, porque “no tenían lugar”.
En la última institución a la que fue a probar suerte, la directora le dijo la verdad: "Hay lugar, pero no te vamos a aceptar si vos no cambiás. No lo digo por mí, es por tu bien, para que tus compañeros no te peguen”.
Desde chica Fabiana soñaba con estudiar Veterinaria, pero al no poder acceder al título secundario, se inscribió a un curso de peluquería que su madre le pagó.
Cuando se recibió, entre todos le compraron un espejo y unas maderas para hacerse los muebles. Fue así como instaló su peluquería, en una pieza del rancho en el corazón de Villa Elsa.
A los tres días, ya estaba cortándole el pelo gratis a todo el barrio.
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Cuando la conoció a Michelle empezó a prostituirse por Aristóbulo del Valle. "Me decía vos tenés que empezar a trabajar. Yo era tan ingenua, que no sabía que podían pagarte por tener sexo. Cuando me enteré que estaba cobrando $250 o $350 por noche y yo cobraba $5 como peluquera le dije, enseñame".
"Nos hicimos amigas. Me invitaba a su casa y yo iba con curiosidad. En el barrio éramos todos putos que salíamos a mover el culo con pantalones ajustados, pero no teníamos la feminidad que tenía ella. Michelle se pintaba, usaba ropa de mujer, zapatos de mujer, yo fui para que me transmitiera todo eso, incluso me enseñó a ponerme las hormonas, se inyectaba Perlutal”.
“Me decía sentate ahí y mirá y yo veía cómo hablaba con los clientes. Me enseñó a negociar, a cuidarme. Me costó muchísimo salir con mi primer cliente, pero una vez que me pagó, ya no paré”, plantea.
Detenciones ilegales
A partir de los 18 años, empezó a ser sistemáticamente perseguida y detenida por la policía. Una noche en Tudor, un boliche que fue el lugar de encuentro de la diversidad sexual en los 90’ en Santa Fe, se contactó con una travesti, hija de un abogado, que le contó que a ella no la podían detener porque su padre le había hecho un hábeas corpus. Le explicó que las detenciones eran ilegales, porque los artículos sobre los cuales se amparaban iban en contra de la constitución nacional y provincial.
Con esta información, Fabiana hizo unos cien volantes y los repartió por todo Aristóbulo. Cuando la policía se enteró, la fue a buscar.
“Me subieron a trompadas arriba de un auto y me llevaron a un callejón, cerca de una vía. Me pegaron, abusaron sexualmente de mí a punta de pistola y me dejaron tirada ahí. Me dijeron que dejara de rechiflar putos y putas porque me iban a encontrar en una zanja muerta la próxima vez. Desde ese momento, no dejaron de perseguirme”.
Según los expedientes, entre el 96 y el 97 fue el grueso de las detenciones. En un mes, Fabiana tiene entre 8 y 15 ingresos en la Jefatura, la Comisaría 4ta. y la Comisaría 8va.
“No era una contravención como establecía el código de faltas, que tenías que pagar una multa o hacer trabajo comunitario. Si bien el artículo 87 establecía que tenías que cumplir días de arresto, eso quedaba a libre interpretación de quien te detenía. El juez tenía la libertad de dejarte 40 días si quería. Te iban sumando artículos para darte más días. Buscaban corregirte, enderezarte, pretendían erradicar eso que no querían ver y por eso nos encerraban”.
“Pasábamos 15 o 30 días en un calabozo de rodillas o acostadas, porque tenían la mitad de nuestra altura. Nos tiraban agua fría, nos desnudaban, nos humillaban, nos encerraban con violadores.
Mi vieja nunca se enteró de esto, le evité ese sufrimiento. Cuando escuchaba a mis compañeras que iban presas, que los padres iban a llorar a las puertas de la comisaría para que las suelten, no quería pasar por eso, le decía que me iba a Rincón”, recuerda.
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Cuando la vida se hizo insostenible se mudó a Buenos Aires. Allá lo conoció a Luciano, un antropólogo que se ganaba la vida dando clases de sociología en las escuelas del conurbano. Vivieron juntos ocho años. Fue en ese tiempo que Fabiana comenzó a darse cuenta que la persecución, la cárcel, la tortura y los abusos policiales, no eran “lo que le había tocado por haber decidido ser quien era”.
“No tenía ni idea de que había existido un gobierno militar, no entendía de política, no sé de cómo sabía contar, leer y escribir, pero empecé a entender lo que eran mis derechos”. Después todo se complicó, era la época del 1 a 1 y la economía se hizo insostenible. Fabiana se fue a trabajar a Europa, con la idea de hacer dinero durante unos meses y volver. Para eso Luciano le abrió una cuenta a nombre de él, donde ella depositaba mes a mes.
Al tiempo la dejó y le robó todos sus ahorros. Quedó varada y sin un peso, ni conocidos, ni amigos. Primero viajó a Francia y luego deambuló por los bosques de Italia.
Una de esas noches de frío, en plena oscuridad, mientras estaba en su parada esperando que algún cliente le hiciera seña, oyó el ruido de una camioneta acercándose. De repente, no escuchó más nada y sintió un golpe en seco en el medio del pecho.
Bajó la cabeza, se vio ensangrentada y cayó al piso. Le habían arrojado un ladrillo, y creyó morir.
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Pasaron horas de entrevista y mucho quedará fuera de esta nota. La historia de Fabiana supera la ficción y ella misma lo menciona.
“Te cuento esto y a veces pienso que fuera un personaje del que estoy hablando. Me veo ahí, pero me veo fuera de esa forma de vida. Muchas veces me pregunto cómo esa persona pudo haber vivido tanto tiempo, cómo pudo haber transitando por todos esos lugares, en medio de la prostitución, las drogas, el peligro. Hoy te lo estoy contando desde otro lado, como si fuese una persona que leyó ese libro”.
Fabiana vivió unos años en Barcelona, donde conoció a Javier, con quien se casó. Al tiempo su marido falleció y ella entró en una depresión.
Cuando se recuperó, se enamoró de Carlos, un chileno que conoció a través de un videojuego de internet llamado Shaiya. Ambos tenían personajes virtuales, y durante tres años, lucharon contra todo tipo de monstruos, se encontraron a charlar en campos de batallas, hicieron amistades y llevaron adelante misiones. Actualmente, están en pareja.
En 2010 Fabiana hizo su cambio registral en Barcelona. En 2012, con la aprobación de la Ley de identidad de Género, volvió a Argentina para hacerse su DNI y en 2015 se vino a vivir definitivamente. Desde ese momento, no dejó de militar en distintos espacios y de luchar por los derechos de la comunidad travesti trans.
Hoy pasa sus ratos libres en el patio de su casa, dice que la jardinería es como su terapia. “¿La supervivencia tiene que ver con eso, no? , desde un primer momento con mis compañeras, deseábamos tener una vida en paz y tranquila. Muchas de ellas no lo pudieron lograr. La mayoría de mis amigas hoy no están, lo mío fue pura suerte”, concluyó.